13 sept 2007

Jerez 2003

¡Hola! Para que veáis que no todo van a ser aburridas historias de pedales, ahí os va una de dos ruedas pero con motor, que aconteció en mayo de 2.003 y que recuerdo como una de las mejores vivencias que he tenido; en esta ocasión me acompañó mi hermano Jorge en un casi imposible viaje Bilbao-Jerez de la Frontera ida y vuelta en un fin de semana, a ver el Gran Premio de motos.

En su momento gustó bastante, espero que los que no lo hayáis leído disfrutéis de él.

Saludos,

Edu



Sábado 10 de mayo de 2003, siete y cinco de la mañana. Llego apurado al Sagrado Corazón, donde había quedado con Jorge, porque hubo un pequeño error de cálculo a la hora de recoger toda la indumentaria prevista para caso de lluvia. Pero allí estaba él, ufano y sonriente, dispuesto a discurrir a lo largo de, sí señor, toda una aventura ¡nos íbamos a Jerez!

No había reglas, no había normas, sólo pasarlo bien. Si quieres pasar tú adelante, pasa; si me apetece a mí, pasaré. Si quieres parar a descansar, me lo dices. O a tomar café. O a mear. O a echar un purito. O unas risas. O lo que quieras. Yo lo haré también.

Salimos sin abrigar nuestras piernas, y eso, una vez en la meseta, se nota. La primera parada en condiciones, la del desayuno, sirvió para meterme el pantalón acolchado de agua de Pili, del año maricastaña. Pero abrigaba ¡ya lo creo! Jorge se hizo el duro y me cedió su uso, por respeto a las canas, jajajaja, lo cual aproveché, por supuesto. Café trrrraaaanquilo, dos madalenas de esas largas envasadas y purito para mi colega. ¿Qué tal, Jorge? “Lo estoy pasando de puta madre”.

Jorge es probablemente el mejor compañero para un viaje de estas características. No pone pegas a nada, disfruta increíblemente y encima es agradecido.

Las motos, perfectamente puestas a punto y lavaditas, afrontaban, como nosotros, el mayor reto de su carrera. Sin embargo, éramos optimistas y no había por qué pensar que no saldría todo sobre ruedas. La mía se mostró bastante bebedora, lo que hizo que nuestra autonomía no pasara de 220 / 230 km. No es que importara mucho, aunque había que estar pendiente del marcador por si acaso, sobre todo en esas llanuras extremeñas en que puedes quedarte tirado si te descuidas. Por cierto, en una gasolinera estaban apostados dos motoristas de la Guardia Civil, charlando y haciendo bromas con los tipos que por allí vagaban; uno de los guardias ¡fumando!. Así, dando ejemplo. Tuvimos que tener gran cuidado de no entrar directamente en la gasolinera (estaba en el carril izquierdo), ya que había una doble raya continua. Ello nos obligó a andar un kilómetro hacia delante para girar 180 grados después y poder repostar. Y, bajo su atenta mirada, lo mismo para salir.

Hora de comer. Hemos llegado a Cáceres, lo acabamos de sobrepasar. Son como la una y media de la tarde y, entre el calor que empieza a hacer y el cansancio que se deja notar, me va apeteciendo parar a comer y así se lo indico a Jorge, en marcha, por señas, claro. Veo un sitio con buena pinta y allí que nos vamos derechos; resultó ser un restaurante que tenía comuniones ese día, pero nos debieron ver cara de mártires y nos prepararon un estupendo plato combinado a base de filete, patatas fritas y dos huevos que comimos con fruición, por supuesto. Cafelito mientras veíamos los entrenamientos del G.P. por la tele ¿qué más podíamos pedir? que hubiera menos bullicio en el lugar ¡cómo gritan los extremeños! no sé de qué me suena...

Anécdota: mientras comíamos, observo un abejorro descomunal paseando por la cristalera junto a la que estábamos. Le digo a Jorge: “jodé qué cacho abeja, ten cuidado”

.- “no es una abeja, es un díptero; fíjate que tiene dos alas, las abejas tienen cuatro. Seguramente será una evolución de alguna especie de moscardón que haya por aquí, para sobrevivir y bla, bla, bla...
- Además, es macho”
- “¿...?”

Después de comer, partimos suave suave dirección Mérida, que yo creía que estaba más lejos de lo que estaba. Tenía intención de enseñarle a Jorge el Teatro Romano y todo lo que rodea ese paraje, del que tenía un recuerdo impresionante. Llegamos pronto, aún estaba cerrado por la pausa del mediodía y no nos quedó más “remedio” que parar a esperar, tomando un cafelito con hielo en una terracita en la sombra, cerca de la entrada.

Al aparcar las motos, un chaval con una pinta de yonqui que no podía con ella, nos indicó enseguida dónde teníamos un buen sitio para aparcar. Me dio lástima y le di un euro, que agradeció. Da lástima esta gente. Están más tirados que las ratas, no tienen porvenir y a todo lo que aspiran es a dejar un día el pozo en el que viven y marchar, hacer algo como los que íbamos de visita, se notaba en su mirada cuando le contamos dónde íbamos a estar al día siguiente, en su sonrisa desdentada y soñadora. Algún día iré yo también, nos dijo. Como si fuera conquistar América.

La visita fue rápida, forzosamente más de lo necesario, pero no podíamos entretenernos demasiado. A Jorge le impresionó, como a cualquiera que ve aquello por primera vez y se imagina lo que un día fue, y seguramente le creó esa inquietud por volver a verlo con más calma.

Continuamos marcha en el tramo más gratificante de todo el viaje. La belleza del paisaje y de la carretera en esta época del año es increíble, los campos son verdes, un verde más mate, más tenue, con un leve tono azulado quizás, que mezclado con la luz del día y con la vegetación del lugar (encinas y olivos, incluso vides pero de otro tipo, más alto quizá) los hacen incomparables; se nota un olor especial que te va embriagando. Esto no lo hay viajando en coche, no señor.

Se va acumulando el cansancio y hay que estar pendiente de la carretera, de un único carril por supuesto, con curvitas y rasantes, asfalto no del todo bueno pero correcto para disfrutar. Aún no se ven demasiadas motos. Comento con Jorge ¿dónde están las custom? (apunta, Toño).

Llegada a Sevilla, 19:30 horas. 31 grados en uno de los termómetros callejeros. Luz y sol, calles con gente, vida, color. Niñas paseando con sus tirantitos, arregladas, preciosas. Guiris y gitanillos, tiendas de souvenirs. Coches y motos, no demasiados.

Paramos un par de veces hasta localizar el hostal. Damos muy bien con él, son las 19:40 y, tras aparcar las motos nos palmeamos las manos y vamos a recepción a tomar posesión de un merecido descanso y una ducha reparadora. El plan era salir de tapeo por los alrededores de la Plaza de Cuba, puede que incluso llamar a un amigo que dejé en mi antiguo paso por esta ciudad.

El caso es que, una vez en el hostal, el tipejo con cara de búho retrasado que había en recepción empezó a darnos largas aduciendo que quien estaba en la habitación que íbamos a ocupar no se iba. ¿Y a mí qué? Oiga, llevamos 900 km. No me ande con chorradas y déme una habitación, usted verá lo que hace. Me la confirmó por teléfono.

El tío que mire usted, que es que a ver qué hago yo ahora, fíjese usted... Me empiezo a mosquear y le pregunto directamente si nos va a dar una habitación o no. Como quiera que seguía con lo mismo, le pido el libro de reclamaciones. El tío con la misma música, parecía que rezaba el rosario por lo bajini. Vale, tronco. Ya está bien. De la misma marco el 092 en el móvil y solicito la presencia de la Policía Municipal, a ver este tío que se niega a facilitarme el libro de reclamaciones.

A esto que el búho parece querer empezar a negociar, me pide el nombre como buscando una solución, pero ya me había tocado los cataplines y además no era cuestión de quedarse en territorio que ya era hostil. No sé muy bien por qué –creo que es porque me estoy haciendo perro viejo- llevaba un par de hojas sacadas de Internet con una relación de todos los hoteles de dos estrellas de Sevilla, al menos los que publicaba la página que había consultado. Mientras esperaba la presencia de los munipas, larga espera por cierto, comencé a llamar desde allí mismo hasta que, a la quinta, un hotel me dijo que estaban completos pero que tenían unos apartahoteles. Como no era cuestión de decir esto quiero y esto no quiero en esas circunstancias, cogí la oferta al vuelo. 90 Euros más I.V.A., pero resultó estupendísimo. Dos habitaciones, cocina equipada, aire acondicionado, una terracita... Estupendo para ir con la family a pasar unos días a Sevilla. Si os interesa, preguntar en el Hotel Baco de Sevilla.

La poli llegó después de hora y veinte minutos de espera, cuatro llamadas, una amenaza de irnos y sugerirles que hicieran lo que se les pusiera en la punta de la porra, para, por fin, poder llenar nuestra hoja de reclamaciones y marcharnos de allí con la conciencia tranquila. Ya está bien de avasallar, por lo menos que no duerman tranquilos.

Total que, para cuando fuimos a nuestro segundo hotel, ducha, cambio de ropa y tal, nos dijimos que “vamos a lo sustancioso” o sea, a cenar. En los bajos del apartamento había un restaurante como otro cualquiera, así que no nos complicamos la vida. Eran como las diez y media de la noche, y disfrutamos de un mano a mano relajado y cordial, con charla amigable y placentera entre nosotros y con la esporádica presencia del simpático camarero. Menú: revuelto de espárragos trigueros con jamón del bueno, ensalada mixta y una riquísima dorada, Jorge al horno y yo al ajillo. Regado con un par de cañas “comme il faut” de la tierra. Todo un homenaje.

12 de la noche. Decidimos que estamos viejos, cansados y además somos inteligentes, por lo que la noche de orgía y desenfreno daría paso a una de presuntos ronquidos vulgaris, ya que a la mañana siguiente había que levantarse a las siete para poder llegar a tiempo de entrar al circuito sin prisas ni las complicaciones de última hora. Me acordaba de que los accesos al mismo eran todo un caos, y así fue.

Mañana del domingo. Nos preparamos rápido, y en esto que mientras tanto me da por poner la tele más por inercia que por otra cosa, cuando me encuentro con que están echando en una cadena autonómica el vídeo de Álex Ubago donde sale Janire. Nos quedamos los dos como pasmarotes mirando y cantando, y comentando una vez más las excelencias del vídeo, de su intérprete femenina y de la canción, que tarareamos durante un buen rato. ¿Sabes...?

El vídeo inmediatamente posterior era de Isabel Pantoja, lo que nos bajó inmediatamente de donde estábamos y espoleó nuestras ganas de partir.

Sobre las carreras nada os voy a contar, ya os habréis enterado por la prensa. Sólo deciros que mereció estar ahí para ver la machada de Toni Elías, comparable solamente a otras anteriores de Crivillé ante Michael Doohan o alguna de Alberto Puig, Checa en Montmeló o la última de Sete. Pero más emocionante aún. Lastimado, en inferioridad de condiciones, contra cuatro y viniendo desde atrás. Eso son cojones. Y lo de Fonsi, lagrimones.

Salimos del circuito a las tres de la tarde, nos costó la tira llegar a las motos, salto sobre una acequia incluido, y una vez de haber llegado tuvimos que soportar una retención como nunca había padecido en moto. Eran las cuatro y cuarto cuando salimos a carretera libre.

La vuelta. Lo peor. El miedo a no poder. Más cansancio, muchas horas por delante. Incertidumbre, puede que incluso riesgo. Pero estamos imbuidos de paciencia, nos hemos repetido hasta la saciedad que pararíamos las veces que hiciera falta. Al principio era más ameno, hasta divertido. Era increíble cómo en cada puente que cruzaba la autovía se agolpaba la gente para ver pasar la caravana de motos que se dirigían primero hacia Córdoba, luego hacia Madrid, saludando y agitando los brazos. ¡Incluso llegué a ver una pancarta! ponía “BUEN VIAJE, MOTERO”. Alucinante. Al principio yo recelaba, creía que los críos podrían lanzarnos piedras, lo que podría costarnos un disgusto, pero no sólo me equivoqué sino que fue una de las mayores gratificaciones del viaje. Ya a la ida los encontramos, aunque esta vez debajo de los puentes, a la sombra.

Llevábamos velocidades por debajo de la media entre las motos. El tráfico era denso también de coches, que muchos de ellos eran moteros sobre cuatro ruedas por cómo se comportaban con nosotros y porque iban, si no pintados, llenos de banderas, bufandas y camisetas del ídolo de turno. Pero la mayoría de las motos iban como 20 km/h por encima de nosotros. Particularmente imprudentes eran los portugueses, que llevaban máquinas con matrículas minúsculas y te pasaban por donde querían y sin avisar, lo mismo les daba por la derecha que por tu izquierda incluso si tú ibas por el carril de la izquierda. Me hizo recordar el mal recuerdo que tenía de cómo se conducía en Portugal la vez que estuve, hace unos doce o trece años.

Pero, ay, amigo. De repente ¡curvas! no sé cómo, pero habíamos llegado a Despeñaperros. Había mucho tráfico, pero me empecé a animar ¡aquello era divertido! y era lo único parecido a una carretera de curvas que nos íbamos a encontrar en todo el trayecto de vuelta. Así, que “ajusté cuentas” con alguna que otra “erre”, sobre todo haciéndole una exterior a un tío en una paella en la que había colocada estratégicamente mogollón de peña, se conoce que para ver el presunto espectáculo. Cagüen diez... Si es que no pierdo ese punto de insensatez.

Jorge tenía problemas de estabilidad, llevaba el neumático trasero cuadrado y eso le condicionaba un poco, pero es que lo quería apurar antes de gastarse los cuartos en uno nuevo.

Nueva parada. Media tarde. Comienza a atardecer, a bajar la luz, y después del puerto ha comenzado a refrescar. Las pantallas de nuestros cascos están llenas de mosquitos, tenemos que lavarlas en cada parada, y además esta vez limpiamos de mosquitos también nuestros faros, que llega la hora de viajar de noche y toda luz será poca. Con el atardecer llega el climaterio de nuestro ánimo, aparecen mensajes en nuestros móviles que hay que contestar, Jorge continuamente da novedades y yo trato de mostrarme animado y festivo: hay que transmitir humor.

Con la noche llega el verdadero cansancio. Uno cambia de postura no sé sabe cuántas veces, se sienta adelante, atrás, va hasta de pie, pone los pies sobre las estriberas de atrás... Mira hacia delante y es todo lo mismo, carretera, una sustancia gris que hay que atravesar entre líneas de color blanco, sin horizonte, sin porvenir. Monotonía, tiempo que se hace largo, y frío. Otra vez frío. Miras para arriba y ves un cielo estrellado y una luna que quiere crecer. Y más frío. Entonces puedes llegar a sentir de una manera remota lo que pueden llegar a padecer los pilotos del París Dakar.

Once y media de la noche. Pasamos Madrid y efectuamos una nueva parada. Tras repostar, entramos en la tienda de la gasolinera y nos hacemos con un par de sandwiches cada uno que tenemos que comer en el bordillo de una acera. Allí, sentados, cabizbajos y abatidos, tratando de sacar un sandwich de su envoltorio de plástico prefabricado sin que se me caiga al suelo, la estampa me hace parecer más desoladora que en ningún otro momento del viaje, es lo más parecido a una derrota desde que empezó. Realmente, en esos momentos uno no sabe qué nos hace dejar todo y lanzarnos a la aventura de lo desconocido, del rodar sin saber si hará frío o calor, si encontrarás gente amable u hostil.

Por fin, en el peaje de Arrigorriaga Jorge y yo chocamos nuestras palmas bajo los guantes sabiendo que lo habíamos conseguido. Era muy tarde pero daba igual, estaba hecho.

¿Con qué me quedo? Con la ilusión inicial, con la belleza del paisaje extremeño en primavera, con la camaradería de Jorge, con la carrera de Toni Elías, con ese “buen viaje, motero”, y con la satisfacción de haber conseguido un reto muy difícil.

¿Qué quitaría? ... mmmmhhh... no sé, lo he olvidado.

Ahora Jorge me llama motero. Eso son galones.





Amigos para siempre

No hay comentarios: