31 dic 2010

Un hombre, un gesto

Sucedió en 1990. Era verano. Circulábamos apaciblemente, a primera hora de la tarde; iba con mi madre a visitar a mi tío enfermo, que estaba en Cruces. De repente, al llegar a una curva a izquierdas, un BMW se nos echa encima. Empieza a zigzaguear y veo que pierde el control. El impacto es tan fuerte como nunca había conocido. Veo salir volando la luna delantera del coche, en un ¡plop! inaudito. Mi madre, despatarrada en el asiento del copiloto, brazos y piernas al unísono queriendo apuntar al infinito. Yo, sujeto todo lo que podía al volante, aguanté el impacto. Un BMW contra un Ford Fiesta. Lo primero que le digo es ¿estás bien? Ella me dice que sí, pero se echa la mano al hombro derecho, con gesto contrito. Clavícula y esternón. Luego me recordó que yo le había dicho que se pusiera el cinturón, al salir de casa.

La Ertzaintza tardó en llegar. Eran los albores del Cuerpo. Cuando llegaron, un agente muy joven aún me miraba raro porque le sugerí que si se hacían controles de alcoholemia en estos casos. Aún aturdidos, un coche paró. Era un señor mayor, con apariencia cabal. Hizo lo que se puede esperar de alguien juicioso en estos casos: preguntó si podía ayudar, y se ofreció para acompañar a mi madre a casa, nuevamente. También nos dio sus datos por si hacían falta. Y vaya que si sirvieron. Fue el testigo principal en el juicio. Gracias a él, indemnizaron a mi madre y a mí me arreglaron el coche, no nos dieron la limosna que se da por mandarlo a achatarrar.

Hoy, tomando la última antes de ir a casa a mediodía el día de Nochevieja, le vi y sentí que le debía un testimonio de gratitud. Él no me conoce, pero yo no le he olvidado.

Gracias, señor Maniega. Aquí me tiene para lo que me necesite.