10 dic 2022

Zaragoza, una vez más. Aunque ya cae uno en la cuenta de que será de las últimas.

    Una visita a Zaragoza es siempre más que un simple viaje. A las naturales preocupaciones que se derivan de la logística, se unen reminiscencias de aquello que fue lo más parecido a una infancia feliz, un paréntesis de consentimiento en nuestra vida de estrecheces.

    Visitar la plaza de San Francisco me ha hecho rememorar aquellas mañanas de domingo, sol, fresco, la vista del quiosco más exuberante que jamás había conocido, todas aquellas atracciones visuales, plásticos envolviendo juguetes de colores, colecciones de monedas, de minerales o de miniaturas de motocicletas; periódicos en múltiples lenguas, y aleros que se separaban de la caseta principal intentando emplazar todo aquello. 


Era este quiosco. La verdad es que me dio un poco de bajón verlo así.


    Pero la plaza San Francisco era más: la vista de un campus universitario amplio, acogedor, generoso en su amplitud, como sugerente. Transmitía paz, sosiego y una gran puerta abierta a otra dimensión, la del conocimiento, la de la posición social. 


Al fondo, la entrada al campus universitario.

   También, cómo no, albergaba cafeterías, las más espaciosas, elegantes, coloridas y amables que yo había podido ver.

Era un día de labor. Las terrazas no estaban instaladas.


    Zaragoza es también el espacio de nuestros juegos de infancia, del descubrimiento del enorme pasillo del piso de la calle Ricla y que para nosotros era algo así como un pequeño parque de atracciones donde hacíamos circular, arrancar, derrapar, acelerar y ponerse a dos ruedas a los magníficos coches de miniatura de la fabulosa marca Matchbox, fenomenalmente construidos, con suelo plateado y puertas que se abrían, nada que ver con aquellos a los que estábamos acostumbrados, de plástico barato y que debían venir como regalo por la compra de quién sabe qué artículo de supermercado.

    En el piso de Ricla también escuché por primera vez un tocadiscos, asistiendo atónito al girar de aquellos enormes discos rayados y a los mágicos movimientos del brazo metálico de aquel fantástico artilugio. De él salían las bilbainadas que aprendí de memoria o el anterior himno del Athletic.

 En Zaragoza pasábamos ratos placenteros jugando a cartas, veía hipnotizado cómo el tío Manolo liaba sus cigarrillos con inigualable destreza en su pequeña máquina. ¡Yo quería ser algún día fumador como él! También me encantaba la masa de las rosquillas, cuando éstas estaban dispuestas, aún sin pasar por el fuego, en la encimera de la cocina, y la tía consentía en darme alguna.

    Todo aquello se acabó, se diluirá en nuestra memoria como lágrimas en la lluvia del tiempo (con permiso de Rutger Hauer). Qué importantes son los recuerdos, qué honda es su huella y, ahora que está próximo el momento del adiós definitivo, qué evanescente su legado.


Por el paseo Fernando el Católico. Siempre ha sido una gozada pasear por él.

2 may 2022

La liberación del abandono

Leo en el libro que estoy leyendo algo sobre "la liberación del abandono", e inmediatamente mi cabeza me transporta a 1989 y a Cangas del Narcea, al bar "El edén", donde el simpático y joven camarero y presumiblemente dueño del negocio solía poner una película todas las noches, a eso de las diez o quizá algo más tarde.

Era una especie de refugio de cualquier exigente trajín o preocupación que te pudiera atenazar al final de la jornada, un lugar sin pretensiones (mesas con bancos corridos de escay rojo alineadas a lo largo de la barra, dejando un ancho pasillo en medio) y donde uno era recibido con una sonrisa.

El público normalmente se componía de pacíficas parejitas, currantes de la zona (mucho minero) y algún despistado desplazado como yo, ubicado en esa indefinida zona del pueblo que no era ni puramente céntrica ni extrarradio.

Las películas eran casi siempre del mismo estilo: americanas de los años 70 u 80, con persecuciones, coches, tiros y acción. Bastante ruidosas y con poco argumento en el que pensar. Evasión pura. Daba igual, sólo querías eso, un rato de distracción, de dejar volar tu mente mientras tomabas un gin-tonic y así luego poder volver a la infame habitación del humilde piso donde estabas "de patrona" con la engañosa sensación de que habías hecho algo especial y que, después de todo, esa vida no estaba tan mal.