26 jun 2008

Un día fui ciclista

(Crónica de la Quebrantahuesos del 21 de junio de 2008) Pues sí. Fui ciclista por un día. La sensación que se experimenta al rodar en grupo, al circular veloz dentro de un pelotón que te arropa y te empuja sin tú verlo, se hace más gratificante al saberte protagonista de todo cuanto sucede en ese gran acontecimiento que es la Quebrantahuesos, la marcha por excelencia del calendario cicloturista español, donde todo está por ti: carreteras libres, gendarmería española y francesa, cruces regulados, curvas vigiladas, asistencia técnica y sanitaria, avituallamientos abundantes… y gente en las cunetas. Esto era nuevo, o casi, después de algún goteo inesperado en los Lagos de Covadonga. Pero en este caso esa impresión se incrementó, primero en Somport, al final, y en mayor medida en los kilómetros finales del Portalet.
Pero no adelantemos acontecimientos.
 
La Quebrantahuesos es la expresión máxima de lo que un tipo normal como yo es capaz de hacer encima de una bicicleta. O eso pensaba. Y, por tanto, desde aquel Primero de Mayo de 2007 en que tomé la firme determinación de acometer esta aventura, toda mi preparación: la de 2007 con la Perico Delgado y la de 2008 ha ido encaminada a llegar todo lo a punto de lo que he sido capaz teniendo en cuenta mi entorno laboral y familiar; desde entonces han sido muchas las salidas, algunas de ellas en compañía y otras muchas en solitario, tratando de superar crecientes dificultades montañosas, kilometrajes gradualmente mayores, y número de horas también en aumento. En total más de seis mil kilómetros sobre un minúsculo sillín, disfrutando a veces, sufriendo otras, sintiéndome diferente la mayor parte de ellas; diferente al mundo, diferente al resto de los mortales –salvo unos pocos chiflados como yo-, sólo porque subo por una carretera para volver a bajarla por el otro lado; porque prefiero evadirme por horas en vez de estar con los míos, con otra gente, haciendo cosas que hace todo el mundo: sale en cuadrilla, se reúne para charlar, toma bebidas y ríe, una y otra vez. Como yo. Una y otra vez.

Así, vienen a mi memoria ahora el descubrimiento de puertos como el durísimo Bikotxgane, el redescubrir Sollube hasta la antena, que no visitaba desde mis tiempos mozos con mi Bultaco Streaker; puertos largos y tendidos como la Palombera, que me llevó a Alto Campoo y al Pico Tres Mares. Alisas, que se convirtió en puerto de paso y ya no un fin en sí mismo, como al principio. Urkiola, siempre un duro test para saber cómo andaba. Volví a Orduña después de seis años. También, en lo que supuso un antes y un después en mi modo de ver las salidas cicloturistas, una afortunadísima ocurrencia de uno de mis colegas nos llevó por primera vez a los Pirineos franceses, lo que me abrió los ojos y me hizo ver que los Pirineos son diferentes, mucho más escarpados, al norte que al sur de la frontera. Vi Larrau, que subí por el lado fácil, y lo bajé por el lado que más me hizo frenar jamás en una cuesta; conocí la Piedra de San Martín, enorme dificultad que conseguí superar no sin esfuerzo en un día luminoso y frío por momentos. Superé desniveles de más de mil metros en un día. Conocí la alta montaña. Y, una vez más, interioricé que La Montaña hay veces que te permite remontarla, y otras que no. Entre éstas citaré a Lunada, que se junta ahora a los malditos Marie Blanque y Portalet. Tres veces lo he subido, y las tres me ha hecho padecer. A los Lagos de Covadonga. A la corta pero empinadísima subida a Peña Cabarga, a la que quería volver pero ahora no sé si quiero.

Pero antes conocí también cerca de casa al monte Argalario, muy exigente por momentos pero monte amigo al fin y al cabo; también el Portillo de la Sía, al que ascendí por el collado del Asón, largo e irregular, y también por el paradisíaco lado del Valle de Soba, un verdadero descubrimiento, un trocito del jardín del Edén como titulé después de mi salida de julio pasado.
Hice jornadas maratonianas como la de Estacas de Trueba, con El Asón y La Sía, La Braguía y el durísimo El Campillo, para acabar muerto sin poder con el 30x28 en Alisas y poder dejarme caer hasta Arredondo donde tenía el coche, en lo que Iván Santurde calificó de “etapa Tour”.
Visité más regularmente collados de menos enjundia pero no menos atractivos, como Fuente Las Varas, Seña, Las Muñecas o La Escrita, volviendo por el fenomenal recorrido que lleva a Guriezo cuesta abajo.

En fin, para qué enumerarlos todos. Por fin, ya este año, quise más. Y me aventuré, nos aventuramos los amigos de este grupo que se va convirtiendo en algo más que simples txirrindularis que comparten afición, a conocer el Tourmalet. Era un objetivo mítico, algo que dejaría huella para el resto de nuestras vidas. Después de haber podido con la Piedra de San Martín por Santa Engracia no debíamos tener miedo, aunque sí todos los respetos. Y la montaña nos dejó. Tan satisfecho quedé que no noté casi el frío de la bajada, que quise más y probé a subir Luz Ardiden, que a pesar de lloverme al volver quise completar ciento cincuenta kilómetros para decir: estoy listo.

La preparación fue correcta. No digo perfecta, pero sí muy correcta.
Y me presenté el día esperado, el día por el que me había sacrificado durante más de un año, con privaciones e hipotecando tiempo de ocio, de otro ocio quiero decir, tiempo compartido, me presenté, digo, con otro compañero: un chaval veinte años más joven que yo y que al poco de conocer pude vislumbrar en él su pasión por el ciclismo, su gran conocimiento de la historia reciente de las grandes vueltas y los grandes corredores, y su conflicto entre los mundanos placeres de las noches plácidas de conciertos –es músico- y charlas amigables sin otro objetivo que el estar a gusto, y la espartana disciplina del entrenamiento y las salidas dominicales a temprana hora. Con todo, fue capaz de reunir 1.800 kilómetros y armarse de valor para encarar el gigantesco reto. Compartiríamos ruta mientras fuera lógico fluir así; el resto sin ataduras. Era mejor así para ambos.

Y llegó el día. Radiante día, que a las siete de la mañana prometía todo lo bueno que puede dar un día limpio en pleno Pirineo, adentrándote en la naturaleza aunque sea por carretera. Únicamente tuvimos que tomar la precaución de darnos crema solar previendo temperaturas más elevadas a medida que fuera avanzando el día, como así fue.
La salida, muy bien organizada, trataba de encauzar las nueve o diez mil bicicletas que, entre Quebrantahuesos y Treparriscos, confluíamos a la misma hora y el mismo lugar, el polígono industrial situado a la entrada de Sabiñánigo. Pacientemente esperamos después de oír el chupinazo de salida, que cual San Fermín echaron a las 7:33 de la mañana.

Nosotros pasamos a las 8 por meta y comenzó la parte más maravillosa de toda la marcha: ritmo alegre, conversación amiga, optimismo a borbotones y un día luminoso y prometedor. Íbamos con toda la ilusión del mundo disfrutando como enanos y esperando pasarlo igual de bien durante todo el resto del día.

No quiero extenderme demasiado. Os diré que era raro para mí enfrentarme a un puerto tan larguísimo aunque de incierta dureza -Somport- que todos catalogaban como llevadero; sin embargo, de vez en cuando te sorprendía con una rampa de cierta exigencia y convenía no empeñarse demasiado.

Con el paso de los kilómetros, y tras aprovechar un pequeño recodo para hacer aguas menores, fui haciendo kilómetros. A mi marcheta, fui dejando pasar el tiempo y acercarse la cima. Antes, el primer avituallamiento, donde no paré por parecerme demasiado pronto e ir bien surtido de comida y bebida. Creo recordar que al pie de Somport llevábamos como 30 km/h de promedio, que bajaron a 25 en Somport y subieron nuevamente a 28 al terminar la bajada, justo antes de tomar el desvío hacia Escot, donde poco después comienza el ascenso al Marie-Blanque.

La bajada de Somport fue espectacular, peligrosa en un principio pero estábamos advertidos. Primero es un tramo de asfalto no demasiado limpio con curvas enlazadas, algunas peligrosas, y pendientes de consideración. Tras unos primeros kilómetros así, en los que en un momento dado vimos a un participante tirado en medio de la calzada que estaba siendo atendido por otros de manera apresurada; se originó una situación de cierto riesgo. El caído tenía los ojos cerrados y la cara un poco ensangrentada. Todos nos asustamos un poco y quien más quien menos seguro que se hizo la reflexión de que no valía la pena arriesgar para que te pueda pasar eso.
Sin embargo, al llegar a una zona más abierta en la que la carretera confluía con otra de mayor anchura y firme más liso, la sensación de peligro desapareció y pronto nos juntamos un pelotón que circuló a velocidad endiablada, ya que la bajada era larguísima y era fácil mantenerse en ese grupo. Ahí recuperamos buen promedio, sin duda, y fue un tramo también muy gratificante.

Pero todo lo bueno acaba, y nos presentamos en el desvío de Escot, claramente visible por pasar a una carretera más estrecha y peor asfaltada. Un letrero nos avisaba claramente de que era el acceso al Col de la Marie-Blanque, y el inicio era suave, tranquilo, por entre zonas rurales y pendientes no muy pronunciadas. El calor empezaba a hacerse notar. De pronto, veo un señor con una manguera en la mano, en su caserío, sirviendo agua ininterrumpidamente a los corredores que se acercaban con sus bidones vacíos. Me llamó la atención lo entre resignada y convencida de la expresión de su cara, era calvo, grande y grueso, y estaba desnudo de cintura para arriba. Parecía el presentador de una actuación de circo.

De pronto, la carretera bucólica se transforma en una pendiente dura. El reguero de corredores ocupa todo el ancho de la calzada, aunque parece querer enfilarse. Enseguida las respiraciones se empiezan a entrecortar, las conversaciones a terminar, las pieles a sudar. Mis jadeos se juntan con los de los demás. Noto un verdadero alivio cuando, tras notar que no es normal que vaya tan atrancado, tengo una corona por meter. ¡Menos mal! Pero aun así, mi 34x27 parece no bastar. Veo que llevo una cadencia lamentable, por debajo de 50 pedaladas por minuto. Empiezo a sudar de lo lindo y trato de, entre jadeo y jadeo, ir metiendo más líquido al cuerpo. Con todo, pienso que hay gente que va peor y en algunos casos eso se demuestra en que muchos van echando pie a tierra, cogiendo sin rubor la bici por el centro del manillar y disponiéndose a completar la ascensión andando. Yo lo voy llevando cada vez peor. La tremenda dureza del puerto, que me parece una salvajada, se alía con el calor y con la falta de aire al haber tanto arbolado… (luego supe que por ahí hacía unos 34º), todo ello hizo que me empezara a pasar por la cabeza la idea de no poder llegar sin poner pie a tierra. ¿Pero no quedábamos en que Bikotxgane era parecido? Pues no. Nada que ver. Este puerto es un cabrón. Realmente me pregunté qué necesidad tenía de pasar por eso.
Subida del Marie-Blanque

En esa lucha estaba cuando de repente, un tío que estaba en la cuneta izquierda grita si alguien lleva un tronchacadenas. No me lo pienso y paro. El caso es que me vino de perlas. Era más o menos en el km. 1,5 de los 4 duros. Después de un cuarto de hora aproximadamente de descansillo, y solucionado el problema de la cadena rota del agradecidísimo colega (el agradecido igual debía ser yo), reemprendí la subida y, a chepazo limpio, armado de paciencia, a 40 pedaladas por minuto, a 6,5 km/h y sudando a mares, conseguí llegar arriba sin volver a pisar suelo. Pero ¡qué reguero de gente andando!

Arriba llegué ya con la doble sensación de haber superado la primera gran dificultad –sin menospreciar a Somport- y de haberme dejado algo importante en el intento. Mi filosofía era que para ese momento llevaría más o menos la mitad del recorrido hecho, y todo lo que viniera por añadidura sería un regalo.

En la cima hay algo de charanga, no mucho pero sí alguna animación. Ciclistas parados esperando a compañeros, supongo, gente pasando el día, algún odioso sonido de dulzaina –otra vez… me persigue-. Me dispongo a empezar la bajada cuando veo la señal de la cima, y sin dudarlo me paro ya que el trofeo bien vale una foto.






















La bici blanca no es la mía; la mía está medio tirada…

Y comienzo el descenso pensando ya en alimentarme todo lo que pueda. Ya no importaba mucho casi nada, quiero decir que si mínimamente tenía interiorizada la posibilidad de hacer un buen tiempo, las circunstancias y el no encontrarme bien hacían que eso no tuviera ya importancia. Así que me apresté a hacer acopio de bocadillos, fruta y líquido fresco y me senté en una pequeña ladera junto a la cuneta para comer y beber tranquilo, mientras de reojo me iba fijando en la gente que iba llegando, por si aparecía Mikel.
Pero no. Así que cuando estuve más o menos listo, cogí la burra y me fui para abajo. El calor creo que había hecho mella en mi organismo, porque no me encontré a gusto ya el resto del día. Así que, resignado, me dejé caer cuesta abajo, una bonita bajada por cierto, con tramos de bastante pendiente que luego mirando las cifras no se parecen a lo que habíamos subido, son de menos dureza.
Llegamos a un pueblo y ahí giramos 90 grados a la derecha en dirección hacia España; voy viendo si me puedo ir juntando con más gente para ir más protegido (y es que en esta marcha lo que hay de sobra es gente) y trato de fijarme en el desvío hacia el Aubisque, ya que algún día, me digo, me gustaría hacerlo. Hacía quince días que mis amigos lo subieron pero por el otro lado, por el Soulor. Fue el mismo fin de semana del Tourmalet, cuando yo no quise permanecer un día más con ellos porque era el cumpleaños de mi hijo Alvaro y porque ya me había extenuado el día anterior.

Veo Eaux Bonnes, no recuerdo si el pueblo que debía ver era Eaux Chaudes, pero me quedo con la copla. El desvío está ahí. Otra vez será.

En un pueblo paro a vaciar el bolsillo izquierdo de mi maillot, convertido en una improvisada papelera; envoltorios de barritas, incluso peladuras de naranja, que me resisto a tirar como debería ser el comportamiento lógico de todo el mundo. Pero es increíble la de gente que se cree que porque lo ve hacer a los profesionales igual se contagian de ese “profesionalismo” que da el tirar basura.

Y comienza la ascensión al Portalet. Kilómetro 126 más o menos. O sea que para el 154 arriba. Agamenón. Paciencia y buena letra. Mentalización a tope. La primera mitad más o menos bien, regulando y mentalizado a dejar pasar el tiempo y los kilómetros, confiado en el fondo que supuestamente tenía y en que la preparación había sido la adecuada. Y así creo que fue, pero ese maldito calor hizo que todo se viniera abajo. Es curioso cómo un día como el del Tourmalet todo funciona y al de poco todo cambia...

Estas dos fotos están sacadas en el mismo lugar, mirando hacia lugares opuestos. Más o menos a falta de ¿5? ¿7? Kilómetros para llegar a la cima del Portalet.

Los paisajes eran preciosos; el deshielo hacía que los manantiales fluyeran con toda su fuerza y su frescor; se veían riachuelos con unos caudales impresionantes… da que pensar. Parece como si las pendientes pirenaicas favorecieran al lado francés a la hora de crear recursos hídricos… no me hagáis caso, seguramente será una estupidez. El Portalet no tiene kilómetros de especial dureza, salvo alguno muy puntual al 8%, creo recordar. Pero te mata. Su tremenda longitud, unida a la paliza que llevas, hace que tengas que ir con todos los hierros metidos casi desde el inicio. O al menos eso me pasó a mí. Imagino que a la gente mejor preparada o con más experiencia no le pilló de sorpresa o tuvo un mejor día. No conseguí ir a gusto en ningún momento en esa montaña maldita, y paré al menos cuatro o cinco veces, sobre todo a rellenar los bidones, ya que aunque no estuvieran vacíos del todo sí estaban caldeados. O a refrescarme directamente en alguno de los manantiales naturales que se formaban en las cunetas, donde revivía por unos instantes antes de reemprender la fatigosa ascensión. De pronto hay una presa, cuyo nombre no recuerdo, donde hay dos kilómetros muy suaves, un descanso que te hace recuperarte. Gracias. ¿Gente? Sí, pero tampoco era una etapa del Tour como me lo habían pintado. O tal vez ya se había ido la mayoría. Un poco más adelante de por donde transitaba yo, oí un comentario de un voluntario de carrera que decía que los primeros habían pasado hacía ¡tres horas y cuarto! por ese punto. Y qué.

Al aproximarnos a la zona de arriba del todo la situación se vuelve a endurecer, y entonces sí que se va notando la mayor presencia de público, que, eso sí, se desvive por animarte, ofrecerte bebida porque sí, en algún caso hasta una bolsa de plástico agujereada con agua y la sostiene a la altura perfecta para que pases por debajo del chorro, y pasas, claro. Increíble. Son mayoría los aficionados vascos que hablan en vasco, con gritos como eutsi! y otros que no entiendo. A las chicas se les dedica la mayor atención y los mejores elogios. Aupa neska! Poco a poco todo esa emoción acumulada me va tocando, a la vez que veo que el tremendo desgaste va llegando a su fin; me doy cuenta de que estoy en los dos últimos kilómetros. La pendiente parece suavizar ¿o son las alas que dan los ánimos? Vuelvo a emocionarme, siento vergüenza de que vean lágrimas asomar por debajo de mis gafas. Sigo enrabietado subiendo las últimas rampas. Por fin corono. Durante la bajada hacia Formigal, allí cerca, tenía un cierto sentimiento de contradicción, entre la motivación por conseguir el reto y el pequeño fracaso de que la prueba había podido contigo. A esas alturas ya tenía claro que no volvería. Paré en un nuevo avituallamiento que había en un parking y sigo la bajada. La bici se embala. Pero no ha terminado la dureza, ya que la Hoz de Jaca nos espera. Dos kilómetros y doscientos metros de desnivel. La trampa para los no advertidos. ¿Pero qué quieren que hagamos después de lo que nos han hecho pasar? ¿Lo harán para que se te quite la idea de la cabeza de querer volver? Lo que tengo claro es que lo de hoy no es ninguna broma. Hemos sometido al organismo a una dura prueba. Al final me dijeron que algunos lo pagaron, que hubo varias asistencias con suero, algún retirado vomitando a escasos kilómetros de meta a quien una voluntaria quitó el chip de su tobillo, lo pasó por el detector de meta y se lo volvió a poner… Llega un desvío a la izquierda, llegamos al pantano de Panticosa. Lo vamos bordeando, de momento tranquilos. Nuevamente, la carretera estrecha y mal asfaltada. Un poco de sombra a ratos. Pasamos por el medio de un pueblo con su calle principal embaldosada, la bici da brincos. Sólo nos faltaba el pavés. Seguimos. Le pregunto a un participante atípico, con indumentaria poco sospechosa de pijerío pero musculado a tope y expresión de determinación como para ir al Kilimanjaro después de acabar, si pronto empieza el puerto. Me dice: después de una curva a la izquierda. Bien. Qué mas da. Llega la curva. Y la cuesta, la subida, la pendiente nuevamente al diez, o al once. Algo así. Esto es una hijoputez. Otra vez chepazos, otra vez aguantar. Pero ahora, no sé por qué, no me importaba mucho.

Arriba había avituallamiento líquido. No sé lo que he podido llegar a beber. Maestre me dijo después algo así como que “si no sabes beber…” me va a tener que explicar eso más despacio. Salimos de la trampa. Después de un túnel enlazamos nuevamente con la general y busco un amigo, busco un pelotón. Un grupo de una misma sociedad nos pasa como locomotoras camino de Biescas, y varios nos unimos sin rubor. Leña al mono. A pesar del kilometraje acumulado, más de 180 kilómetros ya. Alguno se mosquea porque nadie pasa al relevo –hay gente pa tó- y la cosa se para, luego vuelve a arrancar… pero son avatares ni siquiera dignos de mención. Ya sólo queda llegar y ser uno más de los héroes. Héroes de nada, locos insensatos pero héroes. Yo hice mi entrada a las cinco y dieciocho minutos de la tarde, y me certificaron 9 horas 24 minutos y 38 segundos en el diploma. Mikel llegó una hora y cuarto después, aunque debió terminar bastante más fresco ya que tiraba como un poseso de su pelotón en los kilómetros finales entre Biescas y Sabiñánigo. Había parado en Marie-Blanque, subiéndolo a pie, y esas fuerzas que reservó le hicieron empujar al final. Un diez para él por haber triunfado también. 

Creo que he llegado hasta donde puede llegar dando pedales un tipo como yo. Más bien bajito, culigordo y con las piernas más diseñadas para sacar córners que para subir duras pendientes. Nunca podré ser un escalador, lo tengo asumido. Pero, a pesar de eso, con mi determinación he podido subir (¿qué más da a qué velocidad?) colosos como Lagos de Covadonga, la Piedra de San Martín o el Tourmalet. Puertos largos como el Portalet y durísimos como el Marie Blanque. He hecho etapas de 150 y de 200 kilómetros. He compartido momentos inolvidables, he respirado aire y sol y energía, me he empapado de cálidas tardes de verano, he sudado la gota gorda a veces sintiendo cómo me hacía bien, y he tiritado sobre la bicicleta. Y todo sin un por qué. Todo por un por qué no. 

Quebrantahuesos. Su emblema es el de un pájaro, pero su perfil montañoso es el dibujo de un murciélago con las alas desplegadas. ¿Murciélago o vampiro? Mi paso por su vida me chupó la sangre. Ahora me recupero del esfuerzo, y quiero disfrutar de la bici en salidas menos exigentes y más lúdicas.

Pero un día lo intenté. Un día fui ciclista.