9 sept 2013

Etapas

Siento que una parte de mi vida como padre se acaba. Son ciclos, y aquel que empecé con toda la ilusión acompañándoles cuando eran críos ha llegado a su fin. El aita que enseñó a volar. Ahora empiezan a volar solos, y experimento una mezcla de orgullo, cansancio y satisfacción por el deber cumplido que me hace querer descansar y observar las cosas desde fuera.

Adelante, hijo. Vive, sé feliz y disfruta. Si quieres consultarme algo, ya sabes donde estoy. Mientras, permaneceré observándoos desde la sombra.

Os quiero. Aita.

5 sept 2013

Un baño en el Ris, un día cualquiera de julio.

Noja, julio de 2013
Día de calor. Como no tengo cosa mejor que hacer, y a fin de no parecer insociable, me avengo a ir a la playa. Pili ya hace rato que ha bajado. Los niños, también. Éstos van por libre, con sus amigos.
Después de acarrear los bártulos y del trasiego hacia el lugar habitual donde nos ponemos la cuadrilla de amigos, me tumbo en la hamaca esperando encontrar si no bienestar al menos comodidad. En vano. El día es caluroso de verdad y aquello no hay quien lo aguante. Bueno, sí, unos pocos millares de personas. Una masa abigarrada que parece estar en el medio que más le place. Decido que habría que intentar refrescarse. Casi nunca lo hago, pero lo de hoy no es normal. Me armo de valor y decido probar. Las chicas han salido de paseo hace un rato y los dos acompañantes que tengo prefieren quedarse, por lo que voy solo.
La marea está baja. A mi derecha, una media luna de arena a modo de pequeña bahía es el lugar más cercano para intentarlo, pero veo demasiada gente y decido ir por el estrecho pasillo de arena que ha quedado a mi izquierda y que me lleva a otra entrada algo más lejana y menos concurrida.
El agua me parece fría de narices. Fuera sigue haciendo calor. Será el contraste, me digo. Introduzco los pies y empieza el proceso que sé que me puede llevar hasta media hora hasta que consigo aclimatarme: voy dando pasitos muy lentamente mientras dejo que sea el agua la que me vaya empapando, esperando así una menor impresión.
Ya no tengo calor. El agua está clarísima, y apenas veo tres o cuatro bañistas sueltos dispersos en esa zona: una pareja de novios, un niño con su abuelo...
El agua ha llegado a la altura de mis cataplines. Me doy la vuelta y continúo la inmersión, ahora caminando hacia atrás, y mientras giro me empapo también de la belleza paisajística del lugar: realmente es un privilegio ver lo que veo; en mi retina se graban determinadas visiones como el planeo muy bajo de una gaviota que acaba posándose en un peñasco cercano. Me siento lo más cercano al medio marino que he estado en no se sabe cuánto tiempo, quizás un año, y calibro la importancia que tiene el mar en la Tierra. 
Ya borracho de toda esta naturaleza, me empiezo a sentir un poco solo y triste por no poder compartir ese maravilloso momento. Es un sentimiento dual, de placer y de nostalgia en el que estaba imbuido cuando, al girarme nuevamente y mirar hacia el interior divisé la esbelta figura de David entrando en el agua. Pronto le saludé sonriente, y mirando hacia mi derecha vi, diez metros más allá, a Álvaro. Llamadme idiota, pero en ese momento quise creer que se trataba de un regalo.