5 may 2021

Jalila

Se llamaba Jalila. Tenía 60 años. Su rostro, sus andares y su cuerpo acusaban desde hace tiempo el paso de los años. Su andar era cansino, puede que producto del paso del tiempo o también puede que por los achaques que sin duda sufrió sin poder ser tratados debidamente.

Jalila vivía en España desde hace nueve años. Vino después de muchos intentos, y cuando a su edad ya estaba dispuesta a dejar de intentarlo, surgió la oportunidad. Un viaje largo, una vida necesariamente subrepticia y, al fin, la legalidad. Le costó adaptarse, de hecho aún le cuesta. Su vida apenas discurre entre su trabajo en la casa ayudando a los demás, los pequeños rezos comunitarios  y el continuo trasiego a que siempre se ven sometidos quienes, como ella, son ciudadanos de segunda fila.

Un día, Jalila acudió al banco a hacer un trámite más. Apenas sabía hablar español, pero blandió su documento al empleado que le recibió con rostro circunspecto, así como un corto fajo de billetes doblados sobre sí mismos. El empleado le recitó la cantinela formalmente aprendida: vaya usted al cajero, es lo que la entidad tiene establecido y bla, bla, bla. Jamila insistió poniendo su mejor expresión de desamparo e indefensión, pero el empleado se mantuvo firme, prudente y bien domado, como dijo Víctor Manuel en su soberbia “La planta catorce”.

Jalila se fue, hundiéndosele los hombros sobre sí misma. El día era lluvioso. Probablemente su hijo, que fue quien le habría encomendado esa gestión, estallaría contra ella de cólera, tildándola de incapaz. Él, que por fin había encontrado trabajo en una obra, era alguien, estaba en el sistema. 

Sin embargo, algo ocurrió. De repente, cuando llevaba recorridas algunas decenas de metros sobre la oscura y húmeda acera, esquivando a la gente que se agolpaba esperando pacientemente a que les llegara su turno de intentar dialogar con una máquina, oyó que alguien reclamaba su atención. El empleado había salido a buscarla. Le pidió con un gesto que le siguiera, y dándose la vuelta le guió de nuevo al interior.

Sin decir nada a nadie y saltándose el protocolo, el empleado ocupó de nuevo su sitio tras del cristal, le reclamó a Jalila su documento y su dinero y en un periquete finiquitó la cuestión. Jalila lloraba. Un asunto tan nimio como aquel había supuesto la frustración más absoluta para alguien indefenso ante una sociedad que le cerraba la puerta de la integración. En los escasos momentos en que Jalila estuvo de nuevo allí, en un patio de operaciones amplio, luminoso y aséptico, lloraba de agradecimiento y alivio, mientras torpemente decía gracias, juntando las manos de esa manera con que tan genuinamente los marroquíes saben expresar su sincera gratitud, mientras agachaba sincopadamente la cabeza.

No tenemos derecho a tratarlos así. Algo estamos haciendo mal. Quizá dependa de todos procurar un futuro, y un presente, más conmiserativo con el semejante, más allá de órdenes, directrices, de normas, de protocolos y de prioridades materiales. Porque, quién sabe, quizás algún día cualquiera de nosotros sea quien esté al otro lado del cristal.