24 oct 2025

Un plato de lentejas de 4000 euros

Cuando uno contempla la posibilidad de dar de baja su moto, la que (mucho o poco) ha sido su compañera de batallas, en la que ha puesto su confianza y en cierto modo a quien ha confiado también su vida al depender de su desenvolvimiento en carretera, sabe que puede romperse un vínculo que va más allá de la mera relación hombre-máquina. Porque estos artefactos nos han acompañado desde hace tanto tiempo que ya casi no recordamos la vida sin ellos, y creo yo que pensar en una vida sin ellos es aún más difícil, porque ves acercarse de verdad la senectud, la maldita amenaza de un tiempo que sabes que va a llegar, que no suele avisar y que lo va impregnado todo como un miasma de incapacitación. Y no quieres estar ahí. No todavía.


Si me deshago de mi moto me deshago también de mi alegría al rodar en la mañana por una carretera que va de Zamora a Valladolid, o baja por la Ruta de la Plata, o sube el puerto de La Granja o de Los Tornos recuperando entre 30 y 90 kilómetros por hora en tercera velocidad mientras me concentro en entrar mejor en la siguiente curva y decido si reducir o no. En recuperar mi habilidad si no perdida al menos un poco oxidada. También renuncio al placer de sentirme libre mientras lucho contra el viento frío de la mañana yendo a 130 sostenidos en una autovía o autopista, viendo pasar kilómetros y kilómetros y resistiendo la tentación de parar en la siguiente gasolinera, a ver si llego a las dos horas desde la última parada.

Si me quedo sin moto no podré conocer -al menos no de igual modo- los acantilados de Moher pero tampoco las puestas de sol del Golfo Norte, en Barrika. No me cabrá la satisfacción de haber llegado con bien a un hotel en Sabiñánigo a última hora de la tarde tras muchas horas de carretera y curvas, con mi mujer satisfecha y contenta de lo visto y lo vivido, mientras torpemente trato de desempacar nuestras bolsas de las maletas y guardo mi fiel amiga hasta nuestro próximo y deseado encuentro del día siguiente. No podré compartir reuniones lúdicas con las personas que más quiero y que sé que están viviendo casi exactamente lo mismo que yo, experiencia deleitosa común que no hace falta explicar sino disfrutarla.

Y ahora tengo que ponerle precio a todo eso. Al occiso disfrute, a la velada amenaza mi declive físico y a la renuncia de los buenos momentos al final de etapas emocionantes. ¿Vale ese plato de lentejas 4.000 euros?

 










10 dic 2022

Zaragoza, una vez más. Aunque ya cae uno en la cuenta de que será de las últimas.

    Una visita a Zaragoza es siempre más que un simple viaje. A las naturales preocupaciones que se derivan de la logística, se unen reminiscencias de aquello que fue lo más parecido a una infancia feliz, un paréntesis de consentimiento en nuestra vida de estrecheces.

    Visitar la plaza de San Francisco me ha hecho rememorar aquellas mañanas de domingo, sol, fresco, la vista del quiosco más exuberante que jamás había conocido, todas aquellas atracciones visuales, plásticos envolviendo juguetes de colores, colecciones de monedas, de minerales o de miniaturas de motocicletas; periódicos en múltiples lenguas, y aleros que se separaban de la caseta principal intentando emplazar todo aquello. 


Era este quiosco. La verdad es que me dio un poco de bajón verlo así.


    Pero la plaza San Francisco era más: la vista de un campus universitario amplio, acogedor, generoso en su amplitud, como sugerente. Transmitía paz, sosiego y una gran puerta abierta a otra dimensión, la del conocimiento, la de la posición social. 


Al fondo, la entrada al campus universitario.

   También, cómo no, albergaba cafeterías, las más espaciosas, elegantes, coloridas y amables que yo había podido ver.

Era un día de labor. Las terrazas no estaban instaladas.


    Zaragoza es también el espacio de nuestros juegos de infancia, del descubrimiento del enorme pasillo del piso de la calle Ricla y que para nosotros era algo así como un pequeño parque de atracciones donde hacíamos circular, arrancar, derrapar, acelerar y ponerse a dos ruedas a los magníficos coches de miniatura de la fabulosa marca Matchbox, fenomenalmente construidos, con suelo plateado y puertas que se abrían, nada que ver con aquellos a los que estábamos acostumbrados, de plástico barato y que debían venir como regalo por la compra de quién sabe qué artículo de supermercado.

    En el piso de Ricla también escuché por primera vez un tocadiscos, asistiendo atónito al girar de aquellos enormes discos rayados y a los mágicos movimientos del brazo metálico de aquel fantástico artilugio. De él salían las bilbainadas que aprendí de memoria o el anterior himno del Athletic.

 En Zaragoza pasábamos ratos placenteros jugando a cartas, veía hipnotizado cómo el tío Manolo liaba sus cigarrillos con inigualable destreza en su pequeña máquina. ¡Yo quería ser algún día fumador como él! También me encantaba la masa de las rosquillas, cuando éstas estaban dispuestas, aún sin pasar por el fuego, en la encimera de la cocina, y la tía consentía en darme alguna.

    Todo aquello se acabó, se diluirá en nuestra memoria como lágrimas en la lluvia del tiempo (con permiso de Rutger Hauer). Qué importantes son los recuerdos, qué honda es su huella y, ahora que está próximo el momento del adiós definitivo, qué evanescente su legado.


Por el paseo Fernando el Católico. Siempre ha sido una gozada pasear por él.

2 may 2022

La liberación del abandono

Leo en el libro que estoy leyendo algo sobre "la liberación del abandono", e inmediatamente mi cabeza me transporta a 1989 y a Cangas del Narcea, al bar "El edén", donde el simpático y joven camarero y presumiblemente dueño del negocio solía poner una película todas las noches, a eso de las diez o quizá algo más tarde.

Era una especie de refugio de cualquier exigente trajín o preocupación que te pudiera atenazar al final de la jornada, un lugar sin pretensiones (mesas con bancos corridos de escay rojo alineadas a lo largo de la barra, dejando un ancho pasillo en medio) y donde uno era recibido con una sonrisa.

El público normalmente se componía de pacíficas parejitas, currantes de la zona (mucho minero) y algún despistado desplazado como yo, ubicado en esa indefinida zona del pueblo que no era ni puramente céntrica ni extrarradio.

Las películas eran casi siempre del mismo estilo: americanas de los años 70 u 80, con persecuciones, coches, tiros y acción. Bastante ruidosas y con poco argumento en el que pensar. Evasión pura. Daba igual, sólo querías eso, un rato de distracción, de dejar volar tu mente mientras tomabas un gin-tonic y así luego poder volver a la infame habitación del humilde piso donde estabas "de patrona" con la engañosa sensación de que habías hecho algo especial y que, después de todo, esa vida no estaba tan mal. 

5 may 2021

Jalila

Se llamaba Jalila. Tenía 60 años. Su rostro, sus andares y su cuerpo acusaban desde hace tiempo el paso de los años. Su andar era cansino, puede que producto del paso del tiempo o también puede que por los achaques que sin duda sufrió sin poder ser tratados debidamente.

Jalila vivía en España desde hace nueve años. Vino después de muchos intentos, y cuando a su edad ya estaba dispuesta a dejar de intentarlo, surgió la oportunidad. Un viaje largo, una vida necesariamente subrepticia y, al fin, la legalidad. Le costó adaptarse, de hecho aún le cuesta. Su vida apenas discurre entre su trabajo en la casa ayudando a los demás, los pequeños rezos comunitarios  y el continuo trasiego a que siempre se ven sometidos quienes, como ella, son ciudadanos de segunda fila.

Un día, Jalila acudió al banco a hacer un trámite más. Apenas sabía hablar español, pero blandió su documento al empleado que le recibió con rostro circunspecto, así como un corto fajo de billetes doblados sobre sí mismos. El empleado le recitó la cantinela formalmente aprendida: vaya usted al cajero, es lo que la entidad tiene establecido y bla, bla, bla. Jalila insistió poniendo su mejor expresión de desamparo e indefensión, pero el empleado se mantuvo firme, prudente y bien domado, como dijo Víctor Manuel en su soberbia La planta catorce.

Jalila se fue, hundiéndosele los hombros sobre sí misma. El día era lluvioso. Probablemente su hijo, que fue quien le habría encomendado esa gestión, estallaría contra ella de cólera, tildándola de incapaz. Él, que por fin había encontrado trabajo en una obra, era alguien, estaba en el sistema. 

Sin embargo, algo ocurrió. De repente, cuando llevaba recorridas algunas decenas de metros sobre la oscura y húmeda acera, esquivando a la gente que se agolpaba esperando pacientemente a que les llegara su turno de intentar dialogar con una máquina, oyó que alguien reclamaba su atención. El empleado había salido a buscarla. Le pidió con un gesto que le siguiera, y dándose la vuelta le guió de nuevo al interior.

Sin decir nada a nadie y saltándose el protocolo, el empleado ocupó de nuevo su sitio tras del cristal, le reclamó a Jalila su documento y su dinero y en un periquete finiquitó la cuestión. Jalila lloraba. Un asunto tan nimio como aquel había supuesto la frustración más absoluta para alguien indefenso ante una sociedad que le cerraba la puerta de la integración. En los escasos momentos en que Jalila estuvo de nuevo allí, en un patio de operaciones amplio, luminoso y aséptico, lloraba de agradecimiento y alivio, mientras torpemente decía gracias, juntando las manos de esa manera con que tan genuinamente los marroquíes saben expresar su sincera gratitud, mientras agachaba sincopadamente la cabeza.

No tenemos derecho a tratarlos así. Algo estamos haciendo mal. Quizá dependa de todos procurar un futuro, y un presente, más conmiserativo con el semejante, más allá de órdenes, directrices, de normas, de protocolos y de prioridades materiales. Porque, quién sabe, quizás algún día cualquiera de nosotros sea quien esté al otro lado del cristal.



31 ene 2017

Ruta motera cumple

830 kilometrazos. No sé qué decir. Probablemente haya algo de inconsciente en este hecho. 

La cosa es que, cuando uno sale, lo hace sin pensar en cuántos kilómetros saldrán. Simplemente quiere disfrutar del día y de la moto, y si acaso conocer alguno o algunos de los sitios o de las rutas que se ha propuesto, de esas que aparecen sombreadas en verde en los mapas.

Mi intención era conocer la Asturias interior que no conocía, y quizá, quién sabe si hacer noche y continuar al día siguiente, ya que sabía que la empresa era ambiciosa.

Para empezar a hablar, había que ir del tirón hasta Unquera, por autopista, menos motera pero imprescindible si se quería llegar a lo demás. 

Todo empezó magníficamente bien, hasta que cuando llegué a la última parte del primer puerto (San Glorio, 1.609 m), el día se fue cerrando, la niebla echando y la nieve creciendo en las cunetas. Para rematar la cuestión, llovía. 


Subiendo San Glorio. Aún me las prometía felices.




Lo que iba a ser un plácido día de curvas se estaba trastocando drásticamente. La cosa ahora era subsistir, poner toda la atención en la carretera y ya pensaría en el resto de la jornada una vez salido de esa ratonera. 

La "bajada" hasta Riaño apenas es tal; estamos en la meseta y la nieve en los costados, la niebla y la lluvia continúan. Continúo yo también como un autómata sin pararme en el descomunal embalse: ni la luminosidad del día era propicia ni mi ánimo era el mejor para parar a sacar unas fotos que seguramente no aportarían gran cosa.

A la salida de Riaño llegó la primera novedad: la comarcal CL-635, que me hizo reconciliarme con mis duendecillos. Amplia, diáfana, fenomenalmente asfaltada y ¡seca! Las curvas eran amplias y ¡oh, loado sea el Creador!, volvía a disfrutar. 

A medida que la cosa subía (pendiente leve, os recuerdo que estamos en la meseta), vuelve a aparecer el blanco en los costados, y el frío en mi organismo. Había calado algo de agua por las mangas y quizás por las botas, y me volví a preocupar. Pero lo peor fue cuando llegué arriba (1.490 m.); nada más ponerse cuesta abajo, la carretera se convirtió en un bochornoso remedo de pista semiasfaltada, rota, llena de baches y estrechísima. Las curvas eran de 20 por hora, y de vez en cuando aparecían sospechosos montoncitos de grijo oscuro en mitad de la trazada. Encantador todo. Pues a dedicarse a ello, y a descontar kilómetros a ver cuándo acababa la pesadilla. 

Eso sucedió a los veintitantos kilómetros, creo, y a esas horas uno ya no pensaba más que en buscar un lugar para comer y acomodarse lo más mínimo. 

Tuve la suerte, guiado por mi GPS, de ir a parar a un bar más que digno en Pola de Laviana, donde por 8,50 € me dieron un plato todo lo lleno que yo quise de lentejas, unos escalopines de verdad, con salsa roquefort (aparte, para que yo me eche lo que quiera), una "tarta de la abuela" riquísima y encima el café. Todo esto atendido amabilísimamente, como siempre me sucede cuando voy a Asturias. 


Las lentejas.

Los escalopines.



Recargadas las pilas y más abrigado por dentro, en sentido literal y también por la estupenda comida, continúo con un plan que había concretado un poco más poniendo el mapa sobre el mantel de mi mesa de comedor. Iría por más rutas "verdes" hasta Pola de Somiedo, en pleno parque natural, pasando primero por Cabañaquinta (¡sí que tiene que estar lejos, con ese nombre!), Ujo, Pola de Lena y el Desfiladero de Teverga. 

Ya la primera parte, los 18 kilómetros que hay desde Pola de Laviana hasta Cabañaquinta, supuso tomar una carretera muy estrecha y que de "verde" tenía poco, o a lo mejor era yo que me estaba volviendo muy exigente. 

De Ujo a Pola de Lena muy bien, precioso paisaje y preciosa carretera, de esas que invitan a girar la cabeza para ver las casas, los prados y las gentes de alrededor. 

Después de Pola de Lena empiezo a subir un puerto y se suceden las rampas del 12%. ¡Pues vaya con el puertito! Mi moto y yo vamos tranquilos; ambos sabemos que tenemos una edad y no queremos sobresaltos. 

Encadenamos series de rampas, y cuando se acaban, ¡otra señal del 12%! Pienso para mí que sería bueno que trajeran por aquí a los ciclistas de la Vuelta a España, aunque el paisaje no es muy allá: no hay árboles en las cunetas. 

Cuando llego arriba, tonto de mí, veo que se llama La Cobertoria.


Alto de La Cobertoria


Bajamos a un pueblo que se llama Bárzana y, al poco, empiezo a circular por una carretera que es un calco al Desfiladero de La Hermida; enormes columnas pedregosas a ambos lados de la carretera, que parece estrecharse a su paso junto a esas moles, redes metálicas para acoger desprendimientos, y lo que es mejor, una senda vallada que discurre paralela a la carretera y al río. En algún momento veo un cartel que pone "La senda del oso". Pues cualquiera se anima...

Y aquí se acabó la luz. O sea, que oscureció. Y con la luz yo creo que se fue mi escaso discernimiento, de modo que ya decidí incluir el término "A casa" a las escalas que había introducido en el navegador, y dejarme llevar.

La cosa fue que, cuando me di cuenta, estaba subiendo oooootro puerto largo, frío y estrecho, pero además éste estaba oscuro. Vuelta a poner el piloto automático (no tengo idea de cómo uno puede estar tanto tiempo atento, os lo juro) y a descontar kilómetros esperando que aparezca algo, alguna señal, algún signo de placidez rodable. 

Ejem, más allá de eso, cuando el puerto se acaba (La Ventana, 1.587 m.), veo que aparecen signos (señales) indicadores de León. ¡¡¡¿QUÉÉÉ?!!! Pero no podía dar marcha atrás, eso va en contra de los Laguna. Creo que también marcaba Villablino. Igual no era tan malo.

Reprogramé el GPS y, le puse "vía más rápida" en vez de "vía más corta". Además, le di permiso para pisar autopistas. De peaje no, hasta ahí podíamos llegar.

Bueno, pues al hijoputa del Garmin (a alguien hay que echar la culpa, ¿no?) ¿no te jode que se le ocurre llevarme por oooootro puerto de mil quinientos y pico metros estrecho, mojado, con nieve a los lados y niebla en el ambiente? Collada de Aralla (1.536 m.), para el que no se lo crea. Ya no sabía si iba a salir a Villablino o a Cacabelos. A ver si aparece la señal de León, decía yo, para por lo menos pisar autopista y poner la moto a 120.

Pues no. Cuando la enésima carrestrecha (me acabo de inventar el término) se acabó, llegué a un cruce donde ponía Oviedo para un lao y León para el otro, para la derecha. Dijo Garmin que por Oviedo era más rápido, pues nada, hijo, a estas alturas no te voy a contradecir.

Pero el día no iba a terminar sin saciar mi sed de puertos: aún me quedaba Pajares (1.379 m.), que me proporcionó su sana ración de frío, niebla y humedad asfáltica.

El resto es aburrido; un plácido descenso hasta Mieres y Pola de Siero, y de ahí por la "pista" hasta Bilbao, donde llegué a las once y cinco de la noche. Exactamente trece horas después de haber salido.

No os he puesto fotos de carreteras nevadas porque, sinceramente, no tenía moral para parar a sacarlas. Además, hubieran salido movidas del tiritón.




¡¡Mi reina!! Bueno, mi otra reina ;-)


¡¡¡VIVAN LAS MOTOS!!!

1 ago 2016

Alpes, 2016


"La Croix de Fer te destroza los pulmones; el Galibier te come la moral. El Alpe d'Huez te rompe en pedazos". Esta frase la tenía grabada desde la lectura de la estupenda El Alpe d´Huez, de Javier García Sánchez. Una de las etapas que íbamos a vivir sobre la moto necesariamente debería recorrer estos tres colosos de la carretera, con la veneración respetuosa de quien conoce lo que representan para el mundo del ciclismo.

Basaré mi comentario en la Croix de Fer, quizá por ser el menos conocido o admirado de los tres; me pareció una cuesta un tanto anodina al empezar, sin esa enjundia que se les supone, en términos de dificultad, a un gigante como aquel. Incluso se complementaban subidas con bajadas, en una carretera tortuosa que parecía estar apartada de toda intención ciclista; más parecía tener que ver con una reserva de caza que con otra cosa. Se internaba en un bosque frondoso y uno no podía hacer sino seguir esa especie de extravío silencioso y a la vez atrayente.

Con los kilómetros y la progresiva ascensión, poco a poco la frondosidad se va atenuando y el recorrido permite divisar más el cielo que se va abriendo, hasta que llegas a tener una visión que te sorprende: un inmenso talud a tu derecha, una pared de cincuenta metros de alto que no te crees que exista a pesar de que la estás viendo. Desde ese momento, no tienes otro deseo que avanzar hasta llegar a la altura de su borde superior. Y, cuando llegas, lo que te encuentras no podía ser más bello ni más gratificante: un inmenso lago que, a esas alturas de la tarde, recoge los inclinados rayos previos al crepúsculo junto con la calma del inigualable espacio.






Reconfortados por semejante visión, continuamos lentamente hasta la cima. Un premio que justifica todo un viaje.






2 nov 2015

La lección del pobre

Un día cualquiera, antes de entrar a trabajar. Me dirijo a la cafetería cercana para inyectarme mi dosis de cafeína matutina con la que afrontar la carga de trabajo que me espera. En la puerta, un menesteroso extiende la mano pidiendo para un café. A mí siempre me ha puesto nervioso esta actitud invasiva, este establecimiento de contacto involuntario y urgente. Tanto si es en un semáforo como en las aceras, ese dirigirse a ti me hace sentir incómodo por mi timidez patológica y desdichado por no poder ayudar a un semejante. ¿O quizá son tunantes que no buscan sino el medio para procurarse un vicio pasajero o, peor aún, una dosis?

Aquel día esquivé el alargado brazo como pude y me acomodé en la barra buscando contacto visual con uno de los escasos camareros que trataban de abastecer la cotidiana demanda de la hora punta. Al poco, allí que entra el hombre, joven aún, blandiendo su leve trofeo monetario. Derrochando conversación ante quienes, como yo, no tienen sentidos nada más que para conseguir su fugaz desayuno y sus preocupaciones. Se nos hacía incómodo vernos como el cercano público de su molesto discurso. Al pobre le sirven su café en un vaso de plástico y se va dando las gracias y los buenos días al mudo auditorio.

Salí a tomar mi cortado a una de las mesas del exterior, buscando el fresco de la mañana y la paz que el interior de la cafetería en ebullición no me proporcionaba. Y allí fuera estaba él, tomando su café en otra de las mesas altas. Y me ve y me da las gracias. ¿Por qué?, le digo. Si no te he ayudado.

Porque le doy gracias a Dios, me dijo. Por un día más. Y se fue, con la mente abierta y clara, sin esa mácula que nos afea a los miembros supuestamente civilizados de una cultura occidental e insensible con los necesitados. Su franca sonrisa al decírmelo, que chocaba frontalmente con mis estúpidas tribulaciones, fue como una bofetada de humanidad y de auténtica dignidad.