Cuando uno contempla la posibilidad de dar de baja su moto, la que (mucho o poco) ha sido su compañera de batallas, en la que ha puesto su confianza y en cierto modo a quien ha confiado también su vida al depender de su desenvolvimiento en carretera, sabe que puede romperse un vínculo que va más allá de la mera relación hombre-máquina. Porque estos artefactos nos han acompañado desde hace tanto tiempo que ya casi no recordamos la vida sin ellos, y creo yo que pensar en una vida sin ellos es aún más difícil, porque ves acercarse de verdad la senectud, la maldita amenaza de un tiempo que sabes que va a llegar, que no suele avisar y que lo va impregnado todo como un miasma de incapacitación. Y no quieres estar ahí. No todavía.
Si me quedo sin moto no podré conocer -al menos no de igual modo- los acantilados de Moher pero tampoco las puestas de sol del Golfo Norte, en Barrika. No me cabrá la satisfacción de haber llegado con bien a un hotel en Sabiñánigo a última hora de la tarde tras muchas horas de carretera y curvas, con mi mujer satisfecha y contenta de lo visto y lo vivido, mientras torpemente trato de desempacar nuestras bolsas de las maletas y guardo mi fiel amiga hasta nuestro próximo y deseado encuentro del día siguiente. No podré compartir reuniones lúdicas con las personas que más quiero y que sé que están viviendo casi exactamente lo mismo que yo, experiencia deleitosa común que no hace falta explicar sino disfrutarla.
Y ahora tengo que ponerle precio a todo eso. Al occiso disfrute, a la velada amenaza mi declive físico y a la renuncia de los buenos momentos al final de etapas emocionantes. ¿Vale ese plato de lentejas 4.000 euros?



.jpg)





No hay comentarios:
Publicar un comentario