2 nov 2015

La lección del pobre

Un día cualquiera, antes de entrar a trabajar. Me dirijo a la cafetería cercana para inyectarme mi dosis de cafeína matutina con la que afrontar la carga de trabajo que me espera. En la puerta, un menesteroso extiende la mano pidiendo para un café. A mí siempre me ha puesto nervioso esta actitud invasiva, este establecimiento de contacto involuntario y urgente. Tanto si es en un semáforo como en las aceras, ese dirigirse a ti me hace sentir incómodo por mi timidez patológica y desdichado por no poder ayudar a un semejante. ¿O quizá son tunantes que no buscan sino el medio para procurarse un vicio pasajero o, peor aún, una dosis?

Aquel día esquivé el alargado brazo como pude y me acomodé en la barra buscando contacto visual con uno de los escasos camareros que trataban de abastecer la cotidiana demanda de la hora punta. Al poco, allí que entra el hombre, joven aún, blandiendo su leve trofeo monetario. Derrochando conversación ante quienes, como yo, no tienen sentidos nada más que para conseguir su fugaz desayuno y sus preocupaciones. Se nos hacía incómodo vernos como el cercano público de su molesto discurso. Al pobre le sirven su café en un vaso de plástico y se va dando las gracias y los buenos días al mudo auditorio.

Salí a tomar mi cortado a una de las mesas del exterior, buscando el fresco de la mañana y la paz que el interior de la cafetería en ebullición no me proporcionaba. Y allí fuera estaba él, tomando su café en otra de las mesas altas. Y me ve y me da las gracias. ¿Por qué?, le digo. Si no te he ayudado.

Porque le doy gracias a Dios, me dijo. Por un día más. Y se fue, con la mente abierta y clara, sin esa mácula que nos afea a los miembros supuestamente civilizados de una cultura occidental e insensible con los necesitados. Su franca sonrisa al decírmelo, que chocaba frontalmente con mis estúpidas tribulaciones, fue como una bofetada de humanidad y de auténtica dignidad.

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