"La Croix de Fer te destroza los pulmones; el
Galibier te come la moral. El Alpe d'Huez te rompe en pedazos". Esta frase la tenía grabada desde la
lectura de la estupenda El Alpe d´Huez,
de Javier García Sánchez. Una de las etapas que íbamos a vivir sobre la moto
necesariamente debería recorrer estos tres colosos de la carretera, con la
veneración respetuosa de quien conoce lo que representan para el mundo del
ciclismo.
Basaré mi
comentario en la Croix de Fer, quizá por ser el menos conocido o admirado de
los tres; me pareció una cuesta un tanto anodina al empezar, sin esa enjundia
que se les supone, en términos de dificultad, a un gigante como aquel. Incluso
se complementaban subidas con bajadas, en una carretera tortuosa que parecía
estar apartada de toda intención ciclista; más parecía tener que ver con una
reserva de caza que con otra cosa. Se internaba en un bosque frondoso y uno no
podía hacer sino seguir esa especie de extravío silencioso y a la vez
atrayente.
Con los
kilómetros y la progresiva ascensión, poco a poco la frondosidad se va
atenuando y el recorrido permite divisar más el cielo que se va abriendo, hasta
que llegas a tener una visión que te sorprende: un inmenso talud a tu derecha,
una pared de cincuenta metros de alto que no te crees que exista a pesar de que
la estás viendo. Desde ese momento, no tienes otro deseo que avanzar hasta
llegar a la altura de su borde superior. Y, cuando llegas, lo que te encuentras
no podía ser más bello ni más gratificante: un inmenso lago que, a esas alturas
de la tarde, recoge los inclinados rayos previos al crepúsculo junto con la
calma del inigualable espacio.
Reconfortados por semejante visión, continuamos lentamente hasta la cima. Un premio que justifica todo un viaje.
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